TE PUDO PASAR A TÍ

¡Pablo! A la cama que mañana hay que madrugar.
-Pero si no tengo sueño mama-respondió el niño con tono suplicante.

Eran las diez de la noche y las vacaciones de verano habían terminado. Al día siguiente Pablo se reencontraría con sus compañeros.
Pablo, acostumbrado a un horario más flexible se quedó dormido, por ello se puso el uniforme y desayunó un vaso de leche de manera precipitada. Afortunadamente el autobús paraba cerca de casa.

Era como si los meses no hubieran pasado: Las caras, los gritos, las bromas, los abusos de los mayores y por encima de todos los esfuerzos del profesor encargado de poner orden en el bus escolar no hacían presagiar cambios. De hecho la única novedad residía en el profesorado correspondiente al nuevo curso.

Al cabo de unos días; las clases, los deberes y los primeros exámenes fueron envolviendo de tal forma a los alumnos en la vida cotidiana, que pronto dejaron atrás el recuerdo de las largas tardes de sol. Por desgracia las dificultades que ya atormentaron a nuestro protagonista en años anteriores tampoco tardaron en llegar.

Sus problemas se centraban en un grupo de chicos de su curso que le hostigaban, a lo que se sumaba la indiferencia de unos y las mofas de otros. Son sucesos que hoy en día no dudaríamos en diagnosticar como “acoso escolar”, pero en el año 1990 no pasaban de ser cosas de niños.

Él pensaba que las frecuentes visitas al logopeda marcaban una distancia sideral entre él y los demás chicos. Pues aparte de ser una labor tediosa, no comprendía como la repetición de trabalenguas a un ritmo progresivamente mayor podía cambiar sus relaciones sociales. De hecho suponía que las burlas que padecía eran causadas por su manera de hablar átona y lenta, pero no lo consideraba motivo suficiente. De la misma manera que él no se reía de nadie por ser bajito o por tener unos kilos de más.

Mientras que Pablo se volvía cada vez más introvertido y se refugiaba en los estudios, sus cinco agresores eran más despiadados, ya que a las persecuciones en el patio y al robo del bocadillo del recreo bajo amenazas, se sumaban los anónimos.

Cada vez que sus padres hablaban con el director para que expulsara a los agresores, éste argumentaba que se trataba de una solicitud muy seria y necesitaría pruebas para llevarla a cabo; pero ahora las tenían y las presentarían. Se trataba de una serie de notas que le metían en la cartera sin que él se diera cuenta, o que le escribían en los libros de texto aprovechando sus ausencias al ser llamado ocasionalmente por su tutor para llevar a cabo una tutoría individual. (práctica que ejercían los preceptores de cada curso con sus alumnos).

El director accedió a realizarles una prueba pericial caligráfica a los acosadores, pues la autoría sería sencilla de resolver. Pero la sorpresa llegó cuando el informe no señaló a ninguno de los que a priori parecían claros culpables.

Tras convencer a los padres que estaban en contra de someter a sus hijos a una prueba pericial, ésta tuvo lugar. La conclusión fue sorprendente, pues además de descartarse al grupo de acosadores, el informe señalaba al hijo del jefe de estudios. Compañero de clase distante con la mayoría de sus compañeros que ya protagonizara hechos similares en el pasado, de hecho, curso tras curso tuvo compañeros dispuestos a hacerle el trabajo sucio, mientras él permanecía invulnerable.

Desde hace unos pocos años escucho hablar de la conveniencia de impartir al profesorado formación para hacer frente al acoso escolar, pero independientemente de esto, cualquiera de los que recordemos cómo es un colegio, sabemos que entre determinados alumnos y profesores se forja una relación de confianza, que podría llevar a equívoco al resto de alumnos.

El caso es que además de formación, se necesita voluntad, porque pudiera ser que uno de esos aparentes protegidos fuera la manzana podrida que emponzoñara el resto del cesto.